Un joven, presa de la amargura acudió a un monasterio en Japón y le expuso a un anciano maestro:
- Querría alcanzar la iluminación, pero soy incapaz de soportar los años de retiro y meditación.
¿Existe un camino rápido para alguien como yo?
-Te has concentrado a fondo en algo durante tu vida? preguntó el maestro.
- Sólo en el ajedrez, pues mi familia es rica y nunca trabajé de verdad.
El maestro llamó a un monje. Trajeron un tablero de ajedrez y una espada afilada.
- Ahora vas a jugar una partida muy especial de ajedrez. Si pierdes te cortaré la cabeza con esta espada; y si por el contrario ganas, se la cortaré a tu adversario.
Empezó la partida. El joven sentía las gotas de sudor recorrer su espalda, pues estaba jugando la partida de su vida. El tablero se convirtió en el mundo entero. Se identificó con él y formó parte de él.
Empezó perdiendo, pero su adversario cometió un desliz. Aprovechó la ocasión para lanzar un fuerte ataque, que cambió su suerte. Entonces miró de reojo al monje.
El joven se miró a sí mismo, vió el rostro de su oponente, inteligente y sincero, marcado por años de esfuerzo. Evocó su propia vida, ociosa y banal... y de repente se sintió tocado por la piedad. Así que cometió un error voluntario y luego otro... Iba a perder.
Viéndolo, el maestro arrojó el tablero al suelo y las piezas se mezclaron.
-No hay vencedor ni vencido -dijo-. No caerá ninguna cabeza. Se volvió hacia el joven y añadió:
-Dos cosas son necesarias: la concentración y la Piedad.
Hoy has aprendido las dos, ve en la paz de Dios.
(Tomado de Recopilación de textos Trascendentales)
- Querría alcanzar la iluminación, pero soy incapaz de soportar los años de retiro y meditación.
¿Existe un camino rápido para alguien como yo?
-Te has concentrado a fondo en algo durante tu vida? preguntó el maestro.
- Sólo en el ajedrez, pues mi familia es rica y nunca trabajé de verdad.
El maestro llamó a un monje. Trajeron un tablero de ajedrez y una espada afilada.
- Ahora vas a jugar una partida muy especial de ajedrez. Si pierdes te cortaré la cabeza con esta espada; y si por el contrario ganas, se la cortaré a tu adversario.
Empezó la partida. El joven sentía las gotas de sudor recorrer su espalda, pues estaba jugando la partida de su vida. El tablero se convirtió en el mundo entero. Se identificó con él y formó parte de él.
Empezó perdiendo, pero su adversario cometió un desliz. Aprovechó la ocasión para lanzar un fuerte ataque, que cambió su suerte. Entonces miró de reojo al monje.
El joven se miró a sí mismo, vió el rostro de su oponente, inteligente y sincero, marcado por años de esfuerzo. Evocó su propia vida, ociosa y banal... y de repente se sintió tocado por la piedad. Así que cometió un error voluntario y luego otro... Iba a perder.
Viéndolo, el maestro arrojó el tablero al suelo y las piezas se mezclaron.
-No hay vencedor ni vencido -dijo-. No caerá ninguna cabeza. Se volvió hacia el joven y añadió:
-Dos cosas son necesarias: la concentración y la Piedad.
Hoy has aprendido las dos, ve en la paz de Dios.
(Tomado de Recopilación de textos Trascendentales)